Chucho, La Zafirina (Sala Russafa, Valencia. 19 de enero de 2019) | por Óscar Brox
Una pareja en crisis, un perro que desaparece, una conversación sobre la hierba del jardín y una olivera probablemente afectada por las plagas. Eso es todo. O, mejor dicho, eso es justo lo que necesita Mafalda Bellido para entonar las cuitas sentimentales de sus protagonistas a través de una cascada de diálogos, réplicas y contrarréplicas. Tanto ella, aquí también como actriz, como Jordi Ballester entran a escena como un huracán, y cualquiera puede pensar que las limitadas dimensiones de ese jardín o ponche representan una tierra de nadie, un punto intermedio, espacio vacío y lugar neutral que ambos han de rellenar con su presencia dramática. Con sus palabras. Con su intercambio febril con el que dibujan a una pareja que ha pasado el ecuador de la cuarentena y se halla en el epicentro de una de tantas crisis vitales.
La sucesión de diálogos siempre es ágil, gimnasia para la actuación y disfrute para los espectadores que asisten a la escena como quien contempla un intercambio de golpes sobre el ring. Sin embargo, cuando está bien hecha, además, nos permite observar eso tan bonito que es cómo se construyen los personajes; cómo se construyen, destruyen, reconstruyen y hasta deconstruyen, porque en ese ritmo fluido de observaciones mordaces, confesiones, tiempos muertos y, por qué no, alguna que otra tontería, también hay vida. Y quizá, algo de verdad. Y más allá del disfrute, eso es lo que permite que nos creamos a Bea y Toni, que participemos de la ansiedad porque Chucho se ha ido y, asimismo, del vacío que la ausencia del perro ha situado sobre sus propias vidas. O lo que es lo mismo: de ese sentimiento de desnudez que les atenaza, en ese momento, en ese jardín. Cuando, de alguna manera, se ven obligados a mostrarse cómo son y, por tanto, a enfrentar sus problemas y preocupaciones.
Una de las cosas más interesantes de Chucho es que te permite observar ese proceso a través del cual los personajes se van transformando. Un ejemplo: la primera aparición de Bea en escena, con su torrente de imprecaciones hacia un Toni, o mejor dicho Antonio, que apenas puede reaccionar, parece salida de aquellas comedias ejemplares donde los diálogos no dejan tiempo ni a respirar. Donde, en primera instancia, está el juego, el toma y daca entre los personajes; el juego, también para el espectador, de sentirse seducido por las habilidades dialécticas de los personajes. Pero la cosa es que, a medida que avanza la función, a medida que recogemos un poco de pausa para respirar, también los personajes comienzan a respirar un poco más de verdad. Se relajan. Se olvidan de arquetipos y enredos de comedia y disparan sobre el verdadero foco de su drama: ese momento en el que reparan que han olvidado cómo hablarse y que, Chucho, al fin y al cabo, es solo una alargada sombra para ocultar cada uno de los problemas que han acumulado durante su convivencia.
A Chucho hay que agradecerle que sepa cómo contrapuntear lo amargo de algunas de sus reflexiones con la comicidad de muchos de sus momentos (con ese enfrentamiento dialéctico que, de tanto en tanto, ocasionan los ensayos de las fiestas del pueblo que se escuchan de fondo). Bellido y Ballester hablan de soledades, de la paternidad, de la necesidad de enganchar proyectos vitales como si, en ocasiones, supusiese una obligación para evitar el tedio de la vida en pareja y, también, de lo difícil que resulta llevar a cabo algún sacrificio, un esfuerzo individual, cuando se piensa más allá de uno mismo. En este jardín de la obra no hay cerezos, sino oliveras, y la decisión de cortarla o no es, según el momento de la función, una acertada metáfora de ese lazo, a ratos precario y a ratos indestructible, que une a Bea y Toni.
El temporal de la pasada semana, quién podía imaginarlo, afectó al trabajo de iluminación de la obra, lo cual provocó que solo hubiese una luz fija en el escenario y ningún efecto dramático para acompañar a los personajes. Fue una pena, puesto que nos privó de ver la función con todos sus detalles. Sin embargo, es justo decir que tanto Bellido como Ballester lo dieron todo para colocarnos en el epicentro de esta historia sentimental entre Bea y Toni, en la que pasan muchas situaciones, se pierden y se encuentran cosas, escuchamos ladrar a los perros, suena Raphael y, finalmente, nos quedamos con la sensación de que todo es un poco agridulce. A veces, según el momento, toca un extremo u otro. Afortunadamente, eso también significa que todo es un poco más humano, más cercano y vivo, y hay que agradecer a ambos actores, y a Bellido como autora del texto, que nos lo recuerden cuando se trata de poner negro sobre blanco nuestras cuestiones sentimentales.